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En una peatonal, con más de bazar persa
que posmodernos shoppings,
ahí va el Miguelito con su cohorte de monos.
Lleva prendido en la solapa del saco
un parche de Fidel como insolente relicario
y en su mano derecha un megáfono
con el cual anuncia planes habitacionales
para los inundados de su barrio sur.

Es acaso un saltinbamqui veneciano,
un profeta del fin de los tiempos
que de tan raída vestimenta ya empezamos a creerle
el inminente paraíso para la clase trabajadora
y la resurrección de las izquierdas,
y manda por delante a sus monos tití
para atormentar los custodios de los despachos
pero justo un momento antes o apenas antes
dice su megáfono que lo recibirá el intendente,
el concejo cada vez más delirante,
la huidiza pulcritud del obispo,
con su bocina, con más calcos que 147 tuneado,
que desafina cada día mejor en la esquina democrática,
para espantar señoras y señores gordos, caranchos de la city,
carapintados con disimulo, la derecha
siempre conspirativa de Concordia.

Conduce un ómnibus de cirujas, desocupados, rastas, cirujas
y toma por asalto la noche inaugural del casino de Federación,
noche de delikatessen, noche de Barón B, noche de funcionarios,
y los pobres conocen ahora, sí, un paraíso de truchas con alcaparras,
lomito de ciervo trufado,
esto es caviar beluga, dicen, y Miguel recuerda el verdadero caviar
de aquella taberna en una noche moscovita
cuando lo llevó la Federación Juvenil,
“arriba los pobres del mundo” y por el coro del Ejército Rojo, nada menos.

En sus noches blancas recuerda la foto con Fidel,
el sol caía a pleno sobre la Plaza de la Revolución
cuando los restos del Che todavía no descansaban en Santa Clara
y no habíamos sido derrotados por las prebendas,
nos reíamos de todo, le escupíamos la cara
a los portaorinales tristes, morraleros sin código ni piedad,
porque era todavía la democracia, la frágil democracia de los ‘80
y había causas nobles y perdidas porque había juventud
y había por qué luchar, Miguel.

“Cuba no es el paraíso de la izquierda
pero tampoco el infierno que predica la derecha”
me gritás calle por medio, ya sin megáfonos ni monitos,
ya sin estampitas ni diario del Partido
que vendías indistintamente en aquella peatonal.

“¡Sé que no me querés Juancito pero escribime un poema!”
me gritás desde la esquina del bar, con áspera voz de tetra brick.
Y yo vuelvo cargando esa tristeza de vino en cajita
me siento ante la simple cena,
miro largamente hacia ninguna parte,
y recuerdo los inocentes años ‘80
la frágil democracia en la “esquina democrática” de mi ciudad
donde discutíamos todo.

Vuelvo más lento más silencioso ante la cena
y te escribo este poema.

Por Juan Meneguín, agosto de 2013

 

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